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MONTSERRAT ÁLVAREZ

  ATRÉVETE A LA FIESTA - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 27 de Diciembre de 2015


ATRÉVETE A LA FIESTA - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 27 de Diciembre de 2015

ATRÉVETE A LA FIESTA

 

Por MONTSERRAT ÁLVAREZ

 

montserrat.alvarez@abc.com.py

La fiesta de Año Nuevo –tanto la hoy hegemónica en la aldea global como sus equivalentes en diversas culturas– marca un hito en la subjetividad e interrumpe el curso del tiempo. Momento de transición entre el año que acaba de terminar y el que está por empezar, espacio del «ahora» sin ayer ni mañana, celebra el cambio, el fin de lo viejo y el resurgir de lo nuevo. Atrévamonos a la fiesta, lectores, y feliz Año Nuevo.

La fiesta de Año Nuevo (tanto la hoy hegemónica en la aldea global como sus equivalentes en diversas culturas) marca un hito en la subjetividad: más allá de la inversión del resurgir tras el ocultarse o el ocultarse para resurgir, según se trate del hemisferio norte o del sur, interrumpe el curso del tiempo. No en vano, en el relato del ciclo artúrico de sir Thomas Malory, el futuro rey de Camelot arranca la espada el día de Año Nuevo, cual Sol Invictus, pues no puede ser sino una figura solar la aquel cuya lápida reza: «Hic iacet Arthurus, rex quondam, rexque futurus», lema que remite al astro que resucita en el solsticio. Y ese carácter de interrupción se subraya con rituales y fiestas, por más que las antiguas artes de la ceremonia y la juerga no hayan salido intactas de los procesos de empobrecimiento estético y enriquecimiento económico que marcan todo en nuestra sociedad con una mezcla de vacío y diversión, arrancados como estamos de todo anclaje en subsuelos civilizatorios más hondos que los diez pisos de un shopping, y por más que, en consecuencia, cierta nostalgia de la barbarie asalte a cualquier sensibilidad un poco viva, y más en fechas como la de Año Nuevo, cuyo simbolismo compromete secreta, inconscientemente, el destino.

Pocas fiestas son tan universalmente celebradas. Aun quien se resiste a sumarse a ella, raramente lo logra: el globo entero espera las doce, brinda, se embriaga, se felicita. El momento de transición entre el año que muere y el que nace es breve, y la certeza del amanecer enfrenta oscuramente a cada uno, por ebrio que esté o por tonto que sea, con la finitud y con la duda –de ahí los propósitos de búsqueda, mejora, cambio, etcétera: los famosos propósitos de Año Nuevo– sobre su propio rumbo.

Abriendo el espacio ritual para que aparezca el «ahora» sin ayer ni mañana, las fiestas de Año Nuevo celebran el fin de lo viejo y el resurgir de lo nuevo, de todo lo que comienza. Espejo de la dicotomía muerte/vida, esta ambivalencia parece hoy demasiado seria, demasiado grave. El aparato cultural e industrial que sacia todo apetito –y aborta todo anhelo profundo y propio– nos da placer sin lado «real», sin lado trágico –ojo, no triste: trágico, es decir, vital y alegre, pero no por eso fácil de soportar–. Y como ese lado real o trágico es intolerable para la disposición anímica que cultivamos y nos permite funcionar a diario, nos aturdimos con diversión, sustancias, ruido y cuanto podamos consumir, de modo que disfrutamos de la fiesta sin que su sentido llegue a perturbarnos.

Los rituales de Año Nuevo delimitan para la subjetividad el territorio del tiempo de excepción, que en este caso es la fecha-bisagra, la fecha del tránsito entre el fin y el inicio: propician la experiencia del presente puro, del presente en cuanto tal, la suspensión del tiempo sucesivo lineal de las actividades diarias, subordinadas a un porqué, en pos de la eclosión de lo sin porqué, del porque sí, del sentido real y olvidado de todo, o de su sinsentido. Que el mundo desencantado de la vida ordinaria de paso a ese «ahora» en el que todas las cosas recuperan su rostro primigenio.

Los rituales festivos buscan favorecer la eclosión de ese momento, el de la sensación verdadera, que generalmente nunca llega. Me podrán decir que no, que a la gente no le interesa ninguna «sensación verdadera», sea esta lo que fuere, y que la gente solo quiere salir a presumir de lo que gastó en el gym y en el shopping y de lo winner que es y del dinero o el gusto o el estado físico que tiene. Y seguramente tienen razón; y tal vez a nadie le interese el sentido de la fiesta que explora este artículo. Sin embargo, ese es su sentido, aunque actualmente prefiramos ignorarlo. Si no fuera así, ¿para qué imprimir esto?

Las horas del próximo viernes se irán sin dejar rastro, como todos los años, y volveremos a tener la vaga impresión de que el mundo se ha vaciado de algo importante. ¿Y si tuviéramos el valor de abrir las puertas a lo intempestivo, e lo realmente nuevo, al caos?

¿Y si, como lo exige desde la Antigüedad el sentido de la fiesta, rompemos las jerarquías y nos reímos del poder? Que la risa y la licencia en sus mil formas revelen la inanidad y la vesania de los valores impuestos. Abajo los ejércitos y las empresas, los gobiernos y las instituciones, y vivan los sacrilegios. Sean violados todos los reglamentos. Como en Grecia, como en Roma, como en la Edad Media, a la que aún quedan ignorantes que llaman «oscura». La fiesta es el complot del universo para la libertad, el regreso a la comunión radical que subyace a la epidermis irrisoria de los órdenes sociales; y porque todo regreso es un inicio, y toda destrucción un renacer, y toda vuelta atrás un paso hacia adelante, a lo desconocido, es decir, porque todo tiene dos caras –y de ahí la experiencia trágica de la vida y de ahí que en la placidez amniótica de nuestros maravillosos y estériles placeres de consumidores saciados pero siempre insatisfechos no estemos vivo hasta ese punto– es bifronte también el rostro del Año Nuevo.

La fiesta de Año Nuevo es la más alegre y la más triste, por su aproximación simultánea a la vida y a la muerte, por su celebración del inicio y del fin, porque simbólicamente hace experimentar en lo más solitario e íntimo del alma las fatalidades y promesas del tiempo, lo terrible y hermoso de caer en la trampa de la vida.

Pero nosotros no accedemos ya al peso, a la gravedad real de fiesta alguna, y en el fondo de la melancolía contemporánea está nuestro agudo saber de no poder siquiera ya sabernos; nuestra tristeza por no poder siquiera ya estar realmente tristes.

Uno de los sentidos primitivos de la fiesta es el desocultar cuanto nos oculta de los otros y de nosotros mismos a través del caos libertino y del ritual transgresor de las celebraciones. Hoy, cuando todos los excesos están al alcance del dinero, nadie puede comprar esa experiencia arcaica y exaltante de la fiesta. Y aunque se vendieran entradas, sería un fracaso comercial, pues si ya no existe es porque ya nadie se atreve. A enfrentar su propio vacío sin remedio y tratar siempre en vano de llenarlo con la misma pasión sin porqué y absoluta que ha forjado al hombre.

Atrévete a sentirte, fruto del tiempo, vivo por un instante que nunca volverá, atrévete a sentir ese instante, y atrévete a sentir cómo huye y se te escapa, atrévete a pensar en tu ficción y en todo lo que te excede, y en el sol que seguirá brillando cuando no tengas ojos, y en las mañanas gloriosas que amanecerán sin ti, y atrévete a decir «sí». Atrévete a decir sí al infierno de esta vida que sabe de la muerte, sí a pesar de todo , y a pedir otra ronda. Atrévete a descreer de cuanto crees y de cuanto crees que crees: atrévete a ser humano. Atrévete a la fiesta. Y feliz Año Nuevo.

 

 

Potente ilustración del célebre pintor, dibujante y novelista gráfico nativo de la isla de Mahanttan Eric Drooker (Nueva Yoork, 1958)/ ABC Color

 

 

Fuente: Suplemento Cultural de ABC Color

Domingo, 27 de Diciembre de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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