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GILBERTO RAMÍREZ SANTACRUZ

  EL MALEFICIO - Relato de GILBERTO RAMÍREZ SANTACRUZ


EL MALEFICIO - Relato de GILBERTO RAMÍREZ SANTACRUZ
EL MALEFICIO

 


EL MALEFICIO
 
 
“La desgraciada
 
estirpe que agoniza sin hogar
 
en la tierra como en el cielo”. (Tabaré)
 
JUAN ZORRILLA DE SAN MARTÍN
 

El día tan anunciado pero temido había llegado.
 

El pueblo hubiera querido ser escuchado por las autoridades. La intención de tomar por la fuerza el reducto sagrado de los Mbyá que trae la comitiva militar desde Asunción, nadie podría recomendar por la consecuencia que acarrearía al pueblo. Porque los memoriosos de Tatakua cuentan que sus antepasados refirieron que, cuando en 1848 el presidente del Paraguay don Carlos Antonio López nacionalizó las tierras con sus habitantes y legalizó su arrendamiento, se había producido un episodio muy similar. A raíz del levantamiento indígena, don Carlos se vio en la obligación de enviar una comitiva de apaciguamiento de los indios, consistente en abundante provisión de comida y fuerza militar, ante la situación de que los lugares sagrados y santuarios Mbyá fueron usurpados por algunos arrendatarios.
 
Entonces también los indios respondieron con la hechicería, sometiendo a la gente bajo el poder mágico del Payé de la tribu, cuyos efectos se podía observar en el embeleso colectivo de los habitantes de Tupärenda, lugar de Dios, donde fue usurpado por un terrateniente el pequeño cerro considerado altar de los hijos-dioses de Ñande Ru, padre primigenio. Pero la incredulidad de entonces como la de ahora, ante los malos presagios del chamán, resultan idénticas y vuelven más poderosa a la angurria de los terratenientes, como auténticos Yvymoñái, ogros de la tierra, y enceguecidos por la ambición no veían la necesidad de tomar precauciones ni llevar en cuenta semejante amenaza de convertir a todos en animales, mientras dure la violación del lugar sagrado.

El plan de desalojar a los indios de las tierras supuesta-mente usurpadas siguió su curso, que según la Ley de Catastro Nacional exige un título de propiedad para ser dueño de una parcela y quien lo exhiba tiene derecho a ocupar su predio en forma inmediata y legalmente. Nada ni nadie pudo persuadir a los responsables del operativo, la tribu fue expulsada del territorio que ocupaba desde tiempos remotos. Los Mbyá, una de las etnias guaraníes más reacia e indomable a la influencia occidental y conquistadora a través de los siglos, descendiente directa de los monteses primitivos y originaria del mítico Guairá que los jesuitas no pudieron someter a sus Reducciones. El sitio profanado había sido elegido por los cuatro dioses protectores de los Mbyá que provenían del Yvy Mbyté, centro de la tierra y patria mítica, para vivir al pie del cerro Yvypuruä, ombligo de la tierra.

Ante el inminente desenlace, el mburuvicha Arakatu, cacique o jefe comunitario cuyo nombre significa el poder de la sabiduría del tiempo en guaraní, rodeado de otras autoridades y colaboradores de la tribu, entre otros, del Gran Hechicero Japorendy, el Hacedor Iluminado, y jefes guerreros como Yvytupo, la mano del viento, y Hu'ysyjara, dueño de la flecha madre, advirtió duramente a las autoridades represoras sobre la inevitable consecuencia que ocasionaría al pueblo, la necia decisión de desalojar a su gente del último reducto sagrado que conservaban en el Distrito de Tatakua. Explicó Arakatu que no se debía alborotar ni perturbar el sitio donde depositara el Creador la vara-insignia, símbolo del poder de Ñande Ru, el Padre Absoluto, con la cual creó la esencia del alma que es el lenguaje y creó también con ella los dioses que llevarían luego a la tierra el alma de los hombres. Aunque las autoridades parecían escuchar sin darle importancia al Cacique la sarta de nombres y aseveraciones en su idioma más ininteligible, éste proseguía con su prédica cosmogónica e iba presentando a las otras divinidades menores. Karaí, dueño del fuego, a quien mandó el Padre Absoluto que "vigilara aquello que ha de producir el ruido de crepitar de las llamas"; Jakaira, dueño de la sabiduría y poder para conjurar los maleficios, a quien ordenó que "vigilara la fuente de la neblina vivificante que engendra las palabras inspiradas"; Tupä, dueño de las lluvias, del trueno y del rayo, a quien dispuso que "vigilara los ríos y el extenso mar y sus ramificaciones en su totalidad"; Ñamandu, dios del sol, a quien encargó que "con la fuente de luz de su corazón y el sol, para que en toda la extensión de la tierra y el firmamento no hubiera nada que escapase a su vista". Dijo también que la tierra se sustentaba sobre cuatro columnas que constituían las varas-insignias y que moviendo cualquiera de ellas haría perder la estabilidad al suelo y al cielo.

Pero la férrea dictadura del gobierno de Stroessner, ya hacia el ocaso de su poder, había enviado a sus más insufribles esbirros para usurpar las tierras demarcadas por la Ley de Catastro, un cuerpo especial denominado "pará paraí", por el color de su uniforme de camuflaje, entrenado para guerra de guerrillas e insurgencia armada por instructores norteamericanos, que en la ocasión se hicieron acompañar por los elementos más fanáticos de la clase política pueblerina. A diferencia de otras oportunidades que las autoridades policiales y políticas se acercaron a los ranchos de los Mbyá, éstos los esperaban ataviados para la guerra, exhibiendo los hombres tatuajes en rojo y negro en el cuerpo y flechas decoradas y envenenadas al por mayor en su espalda, sin niños ni mujeres a la vista, como esperando ser atacados para responder. Pero aquellas visitas no eran sino con objeto de intimidación o anticipatorio de lo que vendría más adelante inexorablemente. Aunque esta vez, Arakatu, tal vez como táctica, mandó desatar las bolsas de ropa usada que habían recibido de una congregación de Hermanos Franciscanos, repartió a toda la comunidad para que se vistieran con ella y pudiesen esperar elegantes a los represores.

- Oú ñande piari, ñañemondé aó morotïme, jajogua-haguä chupekuéra, ikatu upéicha mba'e ñande poriahu rereko -vienen por nosotros, vistámonos para que nos vean como sus semejantes, tal vez así sientan conmiseración-dijo el cacique algo apesadumbrado ante la inminencia de la llegada del ejército y sus acompañantes.

Cuando llegó el contingente se sorprendió de no encontrar a ningún indio haraposo ni harapiento, nadie con chiripá ni corona de plumas de arapacha o guacamayo. Todos estaban disfrazados de Juruá, así llaman los Mbyá a los blancos, como decía Arakatu, los niños bien peinados vestían pantalones con tirador que parecían recién llegados de Chicago o alguna otra ciudad del norte americano. Quizás la ropa que recibieron provenía de Caritas u otras organizaciones llamadas no gubernamentales pero funcionales a las gubernamentales. Las mujeres lucían vestidos ceñidos al cuerpo con aire de última moda, cuya elegancia no podía disimular lo grotesco. Los hombres, en pleno verano que rondaba los 40 grados, con pulóveres tejidos para frío de bajo cero, olvidándose o desconociendo que antes debían vestir una camisa o algo liviano. La jauría de perros famélicos fue llevada al medio del monte para no ladrar e inquietar siquiera el ambiente pacífico que oponía a la decidida y brutal represión que presentía Arakatu. Pero los indígenas ya estaban acostumbrados a recibir amenazas y ser amedrentados, en ningún momento mostraron miedo ni deseo de abandonar las tierras que ocuparon sus ancestros a través de los siglos y milenios. Antes de comenzar el atropello militar, el Cacique se había explayado sobre el fundamento religioso de su comunidad y el derecho irrenunciable a permanecer en Tupärenda. Igualmente las autoridades a su turno expusieron sus argumentos jurídicos y, entre forcejeos, hubo un intenso intercambio de puntos de vista.

- Para ser el verdadero dueño de la propiedad hace falta el título -dijo el oficial de justicia al líder natural que llevaba la voz de oposición y resistencia.

- Es lo único que Uds. tienen, un papel que hicieron que dice que un fulano de tal es el dueño, por lo demás... no hay nada -respondió desafiante el nativo que se identificó como Cacique y responsable del grupo humano que le apoyaba en silencio pero activamente.

- Qué se entiende por lo demás, la propiedad hay que respetarla -reiteró el representante de la justicia casi irónicamente.

- Lo que hay que respetar es a la tierra, cuidándola y no destrozándola, como hacen los llamados propietarios, arrancándole sus árboles, quemándole sus campos, arándole sus valles, cerrándole el paso a sus ríos, echándole a sus hijos que somos nosotros... -decía cuando uno de la comitiva disparó un tiro al aire como para interrumpir el razonamiento formidable del indígena.

- No hemos venido a escuchar su opinión karaí Cacique, venimos a hacer cumplir la ley y punto... -arremetió una vez más el representante judicial, llamándolo despectivamente "señor" en guaraní, e indicó al jefe de los milicos a iniciar el procedimiento sin contemplación alguna.

Desde tiempos inmemoriales los Mbyá venían habitando el caserío llamado Tupärenda, hábitat de dios, hasta que llegaron los militares de Asunción, trayendo supuestos títulos en sus manos, acompañados por los políticos tatakueños, se acercaron a los Mbyá y les intimaron con hipocresía, al principio, pero sabiendo de antemano que no tendrían a dónde ir y que quedaban pocos montes para habitar. Pero la avaricia de los mandamás de la capital no supo de límites y procedieron violentamente al desalojo; que-mando uno a uno los precarios ranchos de palmera; esposando y amaniatando a los hombres que no habían opuesto resistencia; rodeando a las mujeres como si pudieran perpetrar de un momento a otro una matanza a los miembros de la poderosa fuerza; en medio de llantos y griterío de los niños, arriaron a los que no fueron apresados hacia las profundidades de la selva, para luego dejarlos a la deriva y que no puedan retornar nunca a Tupärenda.
 
“La tierra es sagrada desde siempre, la propiedad es una ley inventada para robarnos el lugar de nuestra existencia. Tierra y existencia para nosotros es la misma cosa, al quitarnos la tierra nos dejan sin vida”. El único que hablaba sin parar era Arakatu, y cada vez que lo hacía recibía en la espalda un culatazo del jefe militar, pero seguía advirtiendo que traería al pueblo un castigo de difícil reparación por violentar los designios de los Verdaderos Padres de las palabras-almas, que nunca descuidaron la morada terrenal de aquellos a quienes habían provisto de Ñe'ë Pará, palabras sagradas de los dioses; y que éstos lo último que hubieran perdonado era el haber sido alambrado Yvypuruä, que hacía miles de años fue elegido por las divinidades protectoras y utilizado por sus adoradores para rendirles culto.

La profecía indígena no se hizo esperar, a los pocos días en Tatakuá algo insólito había comenzado a ocurrir: una mutación profunda en el ser de las personas. Mucha gente amaneció sin habla, como si nunca hubieran hablado, adoptando un comportamiento absolutamente desconcertante.

Como por obra de magia y simulando un juego infantil con representaciones grotescas de animales, los habitantes de Tatakua se convirtieron en descontrolados seres irracionales. Unos gruñían como bichos desconocidos, otros bufaban en vez de hablar, algunos ladraban y aullaban. No faltaron quienes maullaban como gato montés u onzas, y croaban saltando como enloquecidos batracios. Todos se volvieron raros animales y comenzaban a caminar en cuatro patas por las calles, desesperados por ser socorridos. Hubo quienes intentaron volar como pesados pájaros, desplegando sus brazos en vano y tomaban carrera buscando la forma de despegar de una buena vez. Tampoco faltaron quienes se treparon a los árboles y permanecieron varios días en sus horquetas, alimentándose estrictamente con hojas, gusanos e insectos. Como aquellos también que, respondiendo a su condición de nuevos especímenes, fueron ganando lugar entre las malezas y refugiándose en los pajonales. Los pocos que permanecieron en sus cabales no pudieron hacer nada por el desconcierto que también los paralizó, algunas autoridades de segundo orden que no fueron afectadas se comunicaron con Asunción, para pedir ayuda y explicar el problema que había anticipado Arakatu como último recurso para abortar el desalojo. Pero nadie le había tomado muy en serio al principio, pero pronto se propaló a través de las poblaciones aledañas y empezaron a caer periodistas de algunas radios y diarios. Se publicó en grandes titulares en la prensa capitalina como "Todo un pueblo hechizado... Cacique enloqueció a todo un pueblo... Sobre Tatakua cayó una peste... La maldición de Arakatu... Hechecería Mbyá”; y aún así las autoridades de la capital tardaron varios días en tomar carta en el asunto.

Mientras Arakatu, el Hechicero y otros seguidores más cercanos fueron a parar con sus huesos en las celdas de Tatakua, la gente seguía bajo el encantamiento proferido por el cacique preso. Era de curiosos ver al intendente, tan conspicuo de los represores militares, removiendo basura con el hocico como un cerdo ruin por la calle principal del pueblo. El capitán que había golpeado con la culata del fusil sin piedad a Arakatu retozaba de un lado a otro imitando a un desbocado redomón, relinchando por momentos como parado en su dos patas traseras. El comisario que había identificado al cacique como cabecilla y responsable de la resistencia al desalojo, rebuznaba con raros soplidos como si fuera un despeluchado borrico. El juez de paz que acompañó al oficial de justicia para leer a los indígenas la sentencia inapelable, que el Instituto de Bienestar Rural mandó cumplir con la comitiva de fuerza, cacareaba sin parar y hacía que picoteaba el suelo como una gallina clueca. Así cada uno seguía como endemoniado hasta que alguien sugirió que se volviera a hablar con Arakatu para desanudar su payé y dejar sin efecto la maldición.

Pero expertos llegados de Asunción daban otras explicaciones, para los psicólogos se trataba sólo de sugestión y muy pronto pasaría el estado hipnótico que sufrían los pobladores, apenas se superara el conflicto con los Mby'a, que ocupaba ilegalmente un predio que pertenecía a un propietario con todos los papeles en regla. Uno de los psicólogos, el doctor Roque Vallejos, explicó que el maleficio produce efectos especialmente en las personas de escasa preparación cultural, porque tienen incorporado todavía el pensamiento mágico, por la falta de educación, y no la lógica racional fruto de una buena formación científica. Sin embargo, la realidad indicaba que en vez de desaparecer en la gente la rara conducta se fue generalizando hasta en los niños y se temía que no quedase nadie fuera del peligro del contagio. Para el común de la gente se trataba algo así como de un embrujo pero que se manifestaba en forma de enfermedad o parecida a una especie de rabia, porque se veía a los afectados babosear y despedir espumas por la boca como a los perros cuando tienen hidrofobia.

Aunque los especialistas venidos de la capital seguían hablando de “psicosis colectiva” ; “histeria generalizada” , “paranoia contagiosa”; o algo así, la gente sabía de ante mano que nada se podía hacer sin la colaboración de Arakatu y su hechicero Japorendy, que dentro del calabozo se habían llamado a silencio y no han pronunciado una palabra más después de lo ocurrido. Se pasaban durante el día mirando el cielo por la única ventilación que tenía la celda y por la noche, hincaban la cabeza en el suelo y permanecían inmóviles pero sin dormir. Sus compañeros de celda, también indígenas y estrechos colaboradores, decían que pronto hablarían y tendrían la respuesta para la gente que estaba sufriendo.
Decían también que el Cacique y el Hechicero por esos días estaban acompañando a sus seres queridos que fueron espantados hacia las selvas y protegiendo espiritual mente a los niños y ancianos de la tribu, que fueron expulsados de su tierra sagrada contra los designios de Tupä. Arakatu ni Japorendy por ahora no estaban en su cuerpo, por lo tanto también el habla estaba ausente. No podían atender ninguna cuestión relacionada con el maleficio que padecía el pueblo. Hasta que no lograran reubicar a su comunidad en algún claro de la selva, lejos del peligro de los indolentes invasores, no volverían en sí y no pronunciarían una sola palabra.

-Cuando el Mbyá pierde el habla por un tiempo, deja de existir en ese lapso- dijo el colaborador más próximo de Arakatu, llamado Yvytupo, la mano del viento, que parecía su ángel de la guarda.

-Ñe'ẽ ha ñe'ã petei mba'ente - el alma y la palabra no viven separadas, dijo el segundo acompañante del cacique encarcelado, conocido como Hu'ysyjara, dueño de la flecha-madre.

Pasaban los días y el contagio se extendía a más gente, parecía no tener contención solamente con explicaciones psicológicas. Algo había ocurrido para que la gente sufriera efectos tan visibles y palpables en sus organismos, se diría en lo metabólico para que cambiara de conducta humana a una animal sin encontrarle una evidencia razonable. Nadie quería llegar a Tatakua por miedo a la rara infección que hacía que una persona se volviera un émulo de cualquier bicho o animal doméstico. Sin embargo, uno de los etnólogos que había venido de la capital, el licenciado Laureano Segovia, contratado por el gobierno como especialista en temas indígenas, pidió que les escucharan para poder entender lo ocurrido. Explicó que, según la creencia de los Mbyá, Ñande Ru cuando creó la primera tierra original, Yvy Tenondé, envió a los hombres, a la víbora, a la pequeña cigarra roja, y al Y-amaí, un escarabajo acuático; y también envió a la perdiz grande y al armadillo. Esta primera tierra fue destruida por un diluvio y los hombres virtuosos se elevaron al cielo, donde conservaron su figura; pero los transgresores de la ley divina subieron también y fueron transformados en seres irracionales. Los animales que ahora viven sobre la tierra no son sino imágenes de los prototipos celestiales, esto es, de los hombres transformados en animales, terminó explicando el experto en las distintas etnias que habitan el Paraguay. Por lo tanto, dijo el etnólogo un tanto perturbado por la escasa atención que había obtenido en sus oyentes, las reacciones que se tenía a la vista responderían exactamente a este pasaje del libro de la creación de los Mbyá, llamado el Ayvu Rapyta, la raíz de la palabra o fundamento del lenguaje. Pero lo cierto es que a esta altura de las cosas, ya nadie dejaba de creer en cualquier superstición más o menos coherente y era cada vez más aceptada la idea de rescatar de la celda a los indígenas y pedirles que hicieran algo por la indefensa gente que no fue responsable del desalojo violento de sus familias.
 
En ese ínterin, uno de los soldados de la comisaría trajo al centro del pueblo la noticia de que Arakatu y Japorendy habían levantado la cabeza del suelo y parecían haber vuelto a su normalidad, aunque nadie les escuchó modular ninguna sílaba, pero le pareció que hablaban con sus seguidores que compartían el calabozo con ellos. Otro de los soldados explicó que los indios presos no estaban hablando sino orando a Ñamandu, dios del sol, como acostumbraban los Mbyá todas las mañanas: “Acuérdate de nosotros a quiénes has proveído de arcos y permanecen sobre la fierra en virtud de tu voluntad. Nosotros, unos pocos huérfanos del paraíso, volvemos a pronunciar al levantarnos tus palabras indestructibles que en ningún tiempo, sin excepción, se debilitarán, séanos permitido levantarnos repetidas veces, ¡oh! Verdadero Padre Ñamandu, el Primero”.

Los que podían fueron hasta la comisaría y lograron entrar junto al Cacique y el Hechicero, les hicieron saber que se había cumplido plenamente lo que habían presagiado. Tomó la palabra como siempre Arakatu, en nombre de todos, les habló serenamente y dijo que ellos no tenían responsabilidad alguna en lo sucedido, que sólo eran intérpretes de los dioses creados pero no engendrados por el Padre Absoluto, Ñande Ru, y podían explicar de esa forma el castigo recibido por el pueblo. Disparó diversas frases como flechas certeras al corazón de sus oyentes y pronunció cada palabra como letanía, sin perder nunca su tono ceremonioso:

“El Padre Absoluto que habita todo, más acá y más allá de las nubes, en la luz y la oscuridad, en el silenció y en los truenos, en el relámpago y en el tornado, en el fuego y en el agua... dispuso hacer justicia con los que violentaron su lugar sagrado y sólo la gente volverá a su mente anterior devolviendo la tierra usurpada, palmo a palmo, a sus verdaderos habitantes que son los Mbyá. Nadie puede ser dueño de la tierra, ella es dueña de todos nosotros. Los que la cuidan son sus hijos y a ellos les cabe poblarla en forma transitoria mientras vivan, hasta que se conviertan en Seres Privilegiados y puedan penetrar en la Tierra Sin Mal, Yvy Maraëy. La tierra tiene el remedió para todas las necesidades de sus habitantes, como también el veneno para los que la violentan. Somos muy pequeños para pretender poseer a la tierra, ella sí es capaz de acunar en su seno a toda la humanidad Nadie puede ir a la tierra, todos venimos de ella. Mejor que ella siga donde está, cuando la tierra decida partir nos llevará a todos detrás de ella.

Algún día, aunque tarde, como lo hicimos nosotros hace miles de años, aprenderán que tierra y existencia es la misma cosa, pero no al revés”.

Julio,1991.
 


Fuente:


Relatos GILBERTO RAMÍREZ SANTACRUZ

Ilustración de tapa: dibujo de DIEGO RIVERA

Diseño de tapa: GRACIELA GALIZIA

Arandurã Editorial,


Asunción-Paraguay,

2008 (167 páginas).

 

 

 

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