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ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

  LA MUERTE URGENTE - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO


LA MUERTE URGENTE - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

LA MUERTE URGENTE

Cuento Breve

2021

 

Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

                                                    

Una llovizna pertinaz envolvía a la Madre de Ciudades, enamorada desde tiempos inmemoriales de un río cuyas dulces aguas de mansos remolinos, iban, tras largo viaje, a morir en la inmensidad profunda del océano. ¿Qué es la muerte sino la inexorable y perenne mutación de estados que caracterizan a los ciclos? La muerte de unos genera bienestar y vida a otros. Muere el río para que viva el mar, tal como lo hace la lluvia para que vivan las plantas. La señora Mercedes Martínez viuda de Bialetti, la querida tía Mechún, moría. Su canoa navegaba sin remedio hacia los rápidos de las tenebrosas aguas del río Aqueronte.

Esto cavilaba serenamente Carmencha contemplado distraída el frío y oscuro atardecer mientras que Camila aceleraba el vehículo a fondo, llevando su andar más allá del límite permitido, tejiendo entre los rezagados con bocinazos impertinentes e imprudentes maniobras. El automóvil avanzaba como un bólido sobre el húmedo y encharcado asfalto de la costanera   rumbo al nosocomio donde fue ingresada de urgencia la única pariente viva de las hermanas Martínez.

 -Camila ¿qué te dijeron? ¿está grave la pobre tía Mechún? -irrumpió Carmencha de repente, con la voz ronca de quien ha prolongado bastante el silencio en un momento de intensa excitación.

-Según el patán de Ricardo, de esta sale pero con los pies por delante -repuso su hermana como si saliera, también ella, de un letargo de reflexión metafísica.

-Decime, aquí tengo que girar a la derecha  ¿verdad? -inquirió casi inmediatamente.

-No, aquí no, en la siguiente cuadra. Mirá allá, desde aquí ya se ve el edificio del sanatorio La Casta. -respondió Carmencha.

Tras aparcar el vehículo en el amplio estacionamiento del hospital privado, las hermanas se encaminaron presurosas hacia la recepción, con pasos aparentemente torpes, pero con esa extraña seguridad de quienes dominan el arte de caminar con tacones sobre superficies hostiles, atizadas por la copiosa llovizna y, sobre todo, por el ansia que las devoraba internamente como el ávido fuego de un agosto azotado por la sequía.

-La Señora Martinez viuda de Bialetti, sí, subiendo por el ascensor, tercer piso, luego por el pasillo a la izquierda -indicó la amable voz de locutora de la elegante y joven recepcionista.

Cuando llegaron a la sala de espera vieron a Ricardo sentado, inquieto, nervioso y expectante.

-¿Sabes algo? -inquirieron casi al unísono las hermanas.

-No, nada, pero me dijeron que en un ratito sale el doctor, le acabo de preguntar a una enfermera.

-¿Dónde estuviste en todo el día? -atacó Camila a Ricardo, conteniendo a duras penas su exacerbada rabia -Me dejaste sin el auto ¿qué hubiera hecho si el mentiroso de don Beto no hubiese arreglado el coche de Carmencha hoy al mediodía? ¡Me tenés harta, sos un experto en dejarme en ascuas! Desapareciste sin dejar rastros tras la “hermosa serenata” que organizaste por mi cumpleaños y sabés bien que mi cumple es recién en ocho días. Además, llevar serenata con bombos, silbatos y platillos es de muy mal gusto, como de mal gusto es celebrar cumpleaños después de los cuarenta.

-Ssshh, calmate Camila, aquí no podés levantar la voz, mirá que dice silencio. -se defendió Ricardo agazapado en la afelpada silla.

-No levanto la voz, y si la levantara, a quién molestaría, aquí no hay nadie y ponete bien el tapabocas. Por inconscientes como vos esta enfermedad está causando estragos.

-Me puse así el tapabocas porque, precisamente, aquí no hay nadie -repuso Ricardo con voz apagada.

El torbellino de improperios y de furiosos ademanes que asolaba el ánimo de Ricardo pudo haber continuado si su teléfono celular no hubiera sonado.

-¡Salvado por la campana! -dijo este saltando de su asiento y retirándose a un rincón alejado de la sala de espera para atender la llamada.

-¡Corré cobarde, corré y andá atendele a tu amante! -dijo ofuscada Camila al tiempo que tomaba asiento con Carmencha en las sillas dispuestas en batallón de la sala iluminada con derroche.

Las hermanas Martínez vivían juntas en un hermoso caserón ubicado sobre la calle Alberdi, céntrico lugar desde donde se podía apreciar la majestuosa cúpula de la Iglesia de la Encarnación en su sempiterno e inútil esfuerzo de descollar sobre los edificios circundantes a fin de ostentar toda su belleza. La casa perteneció a la bisabuela materna de las hermanas Martinez, Concetta Campanile, quien a su vez la heredó de sus padres venidos de Siracusa (Italia) en una época, ya sin memoria, en la que Bernardino Caballero, otrora Presidente de la República, vendía las tierras públicas y recibía con brazos abiertos a los extranjeros. Estuvo a punto de ser rematada cuando don Martínez Genovese, padre de Carmencha y Camila, lo perdió casi todo en una muy desafortunada inversión que le costó la vida veinte años atrás.

La viuda de Martínez, única hija de una familia cuyo apellido (Tocco) se extinguió con ella, maltrecha por el fallecimiento de su esposo, salvó la casa y trató de resguardar el poco patrimonio que aún le quedaba. Desoyendo a su concuñado, el señor Bialetti, tomó su magro, pero no despreciable, capital y lo depositó en su totalidad en el Banco Germánico S.A. “Nunca pongas todos los huevos en una misma canasta”, le había dicho, en reiteradas ocasiones, el “tío Tano” (Carlo Bialetti), esposo de Mechún.

Cuando el Banco Germánico S.A. quebró estrepitosamente, muchos confiados clientes conocieron el triste ocaso de sus patrimonios y algunos, hasta de sus vidas. Martha Tocco viuda de Martinez no fue la excepción y falleció agobiada por la inminente indigencia, dejando de herencia a sus hijas un cúmulo inmensurable de deudas.

Ante la desolación de sus sobrinas, Carlo Bialetti, vetusto solterón que en el declive de su donjuanesca vida decidió sentar cabeza desposando a Mechún, rescatándola así de vestir santos, decidió dar una mano, pero a su estilo, siguiendo su rígida filosofía de vida que lo convirtió, desde muy joven, en su Florencia (Italia) natal, en un comerciante nato. “Al necesitado no hay que darle pescado, sino una caña de pescar con carnada e instruirlo en la paciencia”. ¿Cómo se conocieron el tío Tano y la recatada, casi santularia, tía Mechún? Es una historia muy divertida que quizá la contemos en otra ocasión. Fue así que el principesco caserón, rescatado una vez más del remate, se convirtió en un coqueto local gastronómico al estilo del “Bel Paese” (Italia). El tío Tano sugirió un nombre que encantó a las huérfanas, “La Cupola” puesto que la vista de la iglesia de la Encarnación le tenía fascinado.

Antes de fallecer, el tío Tano, a puño y letra ante escribano según lo establece la ley italiana, redactó su testamento nombrando como heredera universal de sus bienes a su mujer, la tía Mechún, dejando una fortuna que sorprendió hasta a su misma esposa. “No sabía que mi Tanito tuviera tanta plata”, decía la tía Mechún con cándida alegría impregnada de añoranza.

Las hermanas tenían la caña y la carnada, pero carecían de paciencia y don de gente. La empresa arrancó bien, pero el desorden y la mala administración crisparon los ánimos generando un saturado ambiente laboral que fastidiaba a los empleados. A fin de salvar situaciones acuciantes, las hermanas contrajeron nuevas deudas y al final de una tremenda discusión por cuentas que no cerraban, decidieron contratar un gerente que se encargase de la parte administrativa.

Ricardo Ortiz Gamarra, Licenciado en Administración de Empresas fue seleccionado tras una entrevista llevada a término por Camila. La empresa parecía recobrar vuelo con las medidas adoptadas por Ricardo, pero cuando este finalmente pudo seducir a Camila, se durmió en los laureles dando riendas sueltas a esos vicios que a sus cuarenta y muchos lo tenían como a un eterno perdedor, el juego y las mujeres.

Siempre postergaba su casamiento con Camila hasta que esta se cansó y ya no quiso casarse, pero tampoco quería, o patológicamente no podía, separase de él. “La Cupola Ristorante” se precipitaba en un abismo sin fondo cuando en marzo de 2020, las restricciones por la pandemia y la cuarentena impuesta, acallaron por un tiempito las voces de los acreedores y obligó a cerrar las puertas, cesando a los trabajadores. Lo que para muchos fue una catástrofe económica, para Carmencha, Camila y Ricardo fue un alivio; una especie de tregua justa y necesaria ante las insistentes y fastidiosas llamadas de bancos, financieras y usureros.

En cierta ocasión, la tía Mechún los mandó llamar. Necesitaba ver a los únicos seres que la vinculaban materialmente con el mundo terrenal que, presentía, dejaría en cualquier momento. “Son mi única familia, incluso vos, mi simpático Ricardito. Camila dice que sos un vividor, haragán y mujeriego sin cura ni antídoto. Yo, sin embargo, veo en vos a un ser bueno y gentil”.

Pongamos entre paréntesis que Ricardo era un experto en hacer suscitar la conmiseración en las personas, sobre todo en las ancianas. Su porte de niño travieso y jamás comprendido lo salvó muchas veces de oscuros callejones sin salida a dónde lo conducían, casi siempre, la timba y el juego.

“Miren esta carta de amor”, dijo extasiada la tía Mechún mostrando un pedazo de folio notarial. Los tres citados no podían ocultar el tedio y la indolencia que provocaba aquella salida cursi de la vieja tía, pero cuando cayeron en la cuenta de que se trataba del testamento del difunto Bialetti, pararon la oreja.

“Nombro como mi heredera universal a la dulce ninfa que salvó mi vida de las garras del sinsentido…”, leyó la tía como quien declama un texto poético, y ellos, con ojos desorbitados de incredulidad, oyeron boquiabiertos a cuánto ascendía la fortuna de la tía Mechún.

-Pero tía, es muchísimo dinero -exclamó Carmencha con su ronca voz de solterona.

-Sí, y antes de morir les dejo en partes iguales a ustedes tres, y a la pobre de Dominga, mi empleada que tanto se empeña en cuidarme -dijo la anciana.

-¡Cómo que a los tres y a Dominga! -protestó Camila -este rufián y la india esa no son familia tía, jamás podrían entrar en la sucesión -agregó señalando a Ricardo y a la empleada, riendo nerviosamente.

-No seas mala mi hijita, mirá que tus difuntos padres siempre fueron personas muy generosas y ni hablar del dueño legítimo de estos bienes, mi Tanito adorado y, además, este testamento no está sujeto a nuestras leyes sino a las leyes italianas donde prima la voluntad de quien deja la herencia -reprochó la anciana dulcemente.

Desde ese entonces, la tía Mechún significó para los tres la solución a todos sus problemas.

-Estoy en el hospital don Quintana, por eso hablo así, mi tía está muy grave -explicó Ricardo a su siniestro interlocutor.

-Ahora te dignaste en atender la llamada, cobarde rata de albañal. ¿Te gustó la serenatita que te envié, verdad? - rio entre dientes la rauca voz en la parte opuesta de la línea.

-Don Quintana, no hacía falta tanta fanfarria. Payasos, bombos, platillos y pancartas que me recuerden que le debo plata. Esos desgraciados estuvieron a punto de pintarrajear la pared del restaurante con “pagá tu cuenta infeliz”, eso es daño a la propiedad de terceros, es de delincuentes -protestó Ricardo vacilante.

-¡Delincuente sos vos, caradura, sinvergüenza! Mirá, si mañana al mediodía en la cuenta que te pasé no está acreditada la totalidad de tu deuda, ya no te enviaré serenatas con payasitos sino unos “masajistas” que aman el pugilato. Y si el masaje no ablanda tu avaro corazón, te mando unas joyitas de plomo que te revienten -dijo amenazante Quintana cortando abruptamente la llamada.

-Che, Cami, hoy ya llamaron otra vez del banco Norteameris exigiendo que le diéramos una fecha de pago, ah, y la tarjeta del banco Ikatu está sobregirada, te digo esto porque el auto casi no tiene combustible y no tengo plata para cargarle- dijo Carmencha con voz doblemente velada, por el tapabocas y por la acuciante situación que comunicaba a su hermana.

Camila soltó un prolongado suspiro, pasó sus largos y delgados dedos por sus cabellos rizados y fijando a su hermana con una mirada perdida dijo: “Necesito con urgencia la fortuna de tía Mechún y largarme de aquí para siempre”.

-¡Pero qué decís Camila, le deseas la muerte a tía! -dijo Carmencha reprochándola.

-Dejá de hacerte la santa, Carmencha, te conozco, vos tampoco ves la hora de volar de aquí con tu parte -replicó Camila con voz cansada.

“Familiares de la Señora Martínez”, dijo una voz quebrando el silencio del pasillo y los tres volaron hacia ella. El doctor, con amable sonrisa, explicó que la tía tuvo una leve descompensación pero que ya se encontraba mejor, que le realizaron unos estudios y que todo salió muy bien y que había tía Mechún para rato. Mientras escuchaban las buenas nuevas del galeno, trataban de estirar sus rostros con expresiones de alivio muy difíciles de fingir y sostener.

El auto de Carmencha no arrancó, quedó sin combustible y lo tuvieron que abandonar en el estacionamiento del sanatorio. Regresaban los tres en el vehículo de Camila, que Ricardo había secuestrado a la mañana. Reinaba en la cálida y confortable cabina un silencio sepulcral.

-Parece que tía Mechún nos enterrará a los tres - dijo Camila como si pensara en voz alta.

-Tiene más vidas que un gato la vieja esa - añadió Ricardo visiblemente apesadumbrado.

-Ustedes son de lo peor - observó Carmencha.

-Y vos una tremenda hipócrita - replicaron Camila y Ricardo.

Cuando el auto se disponía a abandonar la costanera embocando el morro en la calle que conduce directo al centro de la urbe, dejando a la izquierda el edificio del Congreso Nacional y a la derecha el Palacio de Gobierno, se le encendió a Ricardo una lámpara inusual. Una lámpara siempre latente, pero a la cual su consciencia, si bien la de un gran rufián, nunca dio corriente. Sin embargo, y ante la urgencia de resolver sus menesteres, cruzó la línea, impulsado quizá por su instinto de supervivencia y, accionando el botón prohibido, brilló en el seno de aquella oscura y húmeda calígine un plan macabro.

“Y si tía contrajera el coronavirus”.

Al principio las hermanas lo cubrieron de insultos viejos, nuevos y reciclados, pero conforme fueron pasando los segundos se hicieron a la idea de que, a la postre, hasta podría tratarse de un acto humanitario ¿Es que acaso la tía Mechún no anhela estar ya en brazos de su Tanito en el más allá?

-Pero morir de ese virus es atroz - dijo Carmencha.

-No, hermanita, ante el primer síntoma la mandamos intubar y ya está. Casi nadie sobrevive a una intubación por covid. Ella dormirá y despertará con su amor eterno en la eternidad - dijo Camila obscurecida por la maquiavélica lámpara de Ricardo.

El plan que se perfilaba perfecto y fácil, después de dos semanas se echó a perder trágicamente. El “contagio controlado” se lo procuró el maquinador del ardid, Ricardo y, hasta allí, todo marchaba sobre ruedas porque, tal como lo planeó, lo suyo no era más que “uma gripezinha” (un resfriadito). Con los primeros síntomas fue como un rayo donde la tía Mechún y allí pasó ratos y ratos con ella, conversando, riendo y compartiendo mate tras mate. “Hijito, mirá lo imprudente que fui, te di de tomar de mi misma bombilla. No es por mí, a mí la muerte ya no me apura, es más bien por vos”. Dijo la tía Mechún compungida, a lo que Ricardo respondió con chispeantes ojos: “Tía, por mí no te preocupes, además, exageran con ese cuento chino ¡Dominga! Prepará otra rondita de mate y vení sentate aquí con nosotros que tía nos cuenta cómo conoció al Tano”. “Viste Dominga, es un pan de Dios esta criatura. Camila se equivoca con respecto a vos, pero tenés que entenderla Ricardito, ella quedó mal tras la muerte de su madre”.

Los días fueron pasando y por la casa de tía Mechún todo seguía igual, sin mayores novedades. No obstante las extremas medidas sanitarias tomadas por Carmencha y Camila, estas contrajeron el mal. A la semana fueron internadas con sendos diagnósticos de pulmonía bilateral por covid y casi inmediatamente intubadas. Ricardo se encargó del ingente trámite y el sobrehumano esfuerzo de conseguir un lugar en el colapsado sistema sanitario, ayudado económicamente por la tía Mechún; pero en una de esas idas y venidas al hospital, se topó con los “masajistas” de don Quintana que lo despacharon dejándolo inconsciente y medio muerto tendido en el asfalto. Ricardo llegó prácticamente sin signos vitales a la sala de emergencias, llevado hasta allí por un buen samaritano. Falleció poco después, coincidentemente con la partida al más allá de las hermanas Martínez cuyos organismos no soportaron la terapia intensiva.

-Qué cosas Dominga -dijo la tía Mechún viendo caer la lluvia al otro lado del cristal de la ventana -la muerte parece apurarse con algunos y de otros parece haberse olvidado por completo -añadió pensativa.

-No la señora, no es ko así hina (no es así) -repuso la única heredera de la fortuna de la viuda de Bialetti, aporreando el castellano con la fuerza atávica de la lengua nativa -La muerte viene cuando tiene que venir, no tiene urgencia y jamás se olvida de nadie.                                                                                                   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            

 

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